La profesión de entrenador es fascinante. Ser entrenador significa ser parte indispensable de los objetivos, de los retos y de los sueños de tus deportistas.
Sin embargo, frecuentemente los entrenadores renunciamos a uno de los compromisos inherentes a nuestra figura: adueñarnos del fracaso.
El entrenador debe saber (o al menos preguntarse) en todo momento el por qué de los resultados. Siempre se comenten errores, más frecuentemente los deportistas que los entrenadores. Aún así, el rol del entrenador implica el asumir como propios los errores de su equipo.
Cuando un deportista falla en la competición, cuando no está motivado para entregarse al 100% al entrenamiento, cuando decide abandonar, siempre es más fácil para el entrenador escurrir el bulto, decir que no estaba suficientemente comprometido o que no valía para esto (aunque sea verdad) que asumir que no hemos sabido hacerlo mejor.
Ante esta situación, bajo nuestra templada carcasa de serenidad debe albergarse una sensación de frustración, de querer haber hecho más, pero no para bloquearnos ni autocompadecernos, sino para exigirnos ser mejores en la próxima ocasión.
Cuando las cosas van bien el entrenador debe pasar desapercibido, la atención debe centrarse en el deportista, auténtico protagonista del espectáculo.
Cuando las cosas van mal el entrenador debe abrazarse al fracaso y liberar la carga sobre sus deportistas.
De puertas adentro, deberá tomar las medidas necesarias, espolear a quien sea necesario o cambiar la su propia actitud frente a los problemas, pero jamás debe eximirse de esa responsabilidad.
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